10/8/20

Democracia, Estado y dogmas

Hablemos de democracia, pero no de los sistemas “democráticos” que pululan por el globo, si no de la verdadera democracia, la que cuenta con todos los individuos del grupo para tomar decisiones.

Cuando hablamos de ésta la mayoría de argumentos en contra giran en torno a la supuesta incapacidad del ser humano para tomar buenas decisiones y/o vivir en armonía. Es por eso que necesitamos a políticos, reyes y demás plantel de acomodados para dirigirnos, ya que al parecer ellos están más capacitados para hacerlo (a veces por decisión divina y otras… aparentemente porque sí).

Pero ¿es realmente el ser humano incapaz de salir adelante sin alguien que le dirija?

Bueno, lo cierto es que a lo largo de nuestra historia todas las sociedades han derivado en jerarquías, más motivadas por la avaricia que por el progreso, pero nada se asemeja a los aparatos estatales que hoy existen.

En la Antigua Grecia o Roma los estados estaban supeditados a los dioses, quienes sólo esperaban de sus adoradores que les honrasen y ensalzasen, sin preocuparse por los actos cotidianos que estos perpetrasen. Sin miedo a un castigo divino ¿qué motivaba entonces a esos pueblos para no provocar carnicerías entre ellos? Nada más y nada menos que su propio bienestar, su felicidad, que dependía directamente de lo virtuoso de su conducta en el presente. Aunque contemplaban la vida futura, el más allá, no crearon ninguna relación directa entre sus actos en vida y el destino tras su muerte, por lo que sus actos no se veían condicionados por el temor a un futuro castigo.

Esto es extrapolable a la mayoría de civilizaciones y creencias precristianas, pueblos que no cayeron en la matanza y la delincuencia sistemática por no temer un más allá vengativo, si no que fueron ordenados y fieles a las leyes de gobierno, incluso más dados al bienestar público que las sociedades estatalizadas que se sucedieron más tarde.

La implicación es evidente: el ser humano no necesita de dogmas y leyes que dirijan sus actos, ya que, como de forma natural surge en libertad, sus actos están dirigidos hacia el propio bienestar, para el cual es necesario un clima de bienestar general, alejando su libertad del caos destructivo que se vaticina.

Entonces ¿cómo influye la moralidad judeocristiana en dicha libertad hasta el punto de hacer al ser humano dependiente de leyes superiores?

Cada persona es consciente del respeto y el beneficio que obtiene en función de su conducta, la retribución por su propia existencia, ya que es una realidad palpable con la conciencia. Esa realidad la conforman la abundancia, la carencia, la libertad y la verdad para cada individuo y para sus semejantes. Cada ser humano es consciente de que todo ello está vinculado al mundo tangible, no a los designios de un ser superior. Y todo ello de forma automática a través de la percepción, sin necesidad de predisposiciones teóricas.

Sin embargo, si a un individuo se le habla sobre mundos futuros y existencias extraterrenales donde se le recompensará o castigará en función de los actos de su vida, que serán valorados en base a unos rígidos preceptos, todo ello le será ajeno al orden de las cosas que percibe, por lo que su mente tratará de comprenderlo y creerlo para unificarlo con lo ya conocido.

Es decir, un individuo que actúa conforme a lo que percibe, necesitará de convertir en realidad perceptible aquello que le presenten para poder actuar en base a ello.

La realidad es que ese tipo de doctrinas no entran fácilmente en la conciencia de los tozudos, los díscolos, los violentos o los irrespetuosos, si no que calan en la cabeza de quienes estén abiertos a la convivencia pacífica, de los potencialmente dóciles que se someterán al despotismo divino con el deseo de que su pasividad se les recompense más adelante.

No obstante, detrás de toda esta amalgama de frases retorcidas subyace una pregunta ¿por qué necesitan los estados de la religión para someter a las masas?

Cuando un igual trata de situarse por encima, todo lo que te diga será percibido por ti de manera horizontal, es decir, sus palabras no tendrán más valor ni su juicio será mas válido que el tuyo, por lo que dificulta notablemente la labor de alterar el orden de las cosas que conoces.

Sin embargo, si introduce en la ecuación un ente divino de capacidades inabarcables cuya voluntad busca esa alteración, las órdenes provendrán de una posición superior, cambiando la forma en que las percibes.

Este principio deja de manifiesto que el ser humano necesita directrices impuestas para someterse, no para organizarse, por lo que todo aquel que busque erigirse como líder necesitará la ayuda de una existencia que trascienda lo humano y que abale su empresa. Así lo ha demostrado la historia, cuyos innumerables estados siempre han estado, de una forma u otra, unidos a dogmas religiosos que los respalden.

La cuestión es ¿realmente esta unión es necesaria para el progreso de los estados o simplemente es un método para perpetuarse mediante el terror?

Hablar en términos absolutos sería una afrenta histórica, pero se puede asegurar que la mayoría de conflictos sociales se han resuelto gracias a la búsqueda del beneficio y el bienestar (individual y común) y no al cumplimiento de los dictados del dogma. Y a todas estas conclusiones, a posteriori, se ha agregado el componente religioso para asegurar la posición de superioridad que mantiene unificados los estados, temiendo perder por esa brecha todos los beneficios conseguidos hasta el momento.

Es por tanto acertado decir que la necesidad de preservar la existencia divina es menos prioritaria que la necesidad de mantener el bienestar y no al revés, como implicaría aceptar que dicho bienestar proviene de arriba.

Si analizamos con detenimiento todo este asunto ¿no resulta imposible creer que un grupo de individuos puedan aceptar un conjunto de normas y leyes por el simple hecho de haber sido dictadas por alguna divinidad? Todo nos lleva a pensar que, de forma alguna, se ha conseguido convencer al grupo de que dichas reglas les beneficiarán. De hecho, el único método histórico de mostrada utilidad para modificar estructuras e instituciones, ha sido el de hacer ver a un grupo de individuos los fallos y carencias de las mismas.

Todo este sistema requiere de una enorme maquinaria dedicada a mantener la mentira y adaptarla a los cambios del mundo perceptible, de tal forma que siga siendo creída como real y no ponga en peligro la base estructural.

Si bien hago referencia continua a una “divinidad”, sería un error limitar este concepto al imaginario colectivo de entidades individuales con amplios poderes, ya que la aplicación del dogmatismo se extiende a cualquier imposición de ideas falsamente atribuidas a algo superior al individuo, que en muchos casos es la propia colectividad.

¿Qué quiero decir con esto? Cuando los dioses pierden la credibilidad, la estructura construida bajo ellos muta para colocar un nuevo ente en la cúspide: la sociedad en sí misma, el conjunto.

El individuo está supeditado al grupo porque el bienestar propio está influido por el clima de bienestar antes mencionado, por lo que es posible generar un dogma en torno a la colectividad.
De esta forma, por ejemplo, el ciudadano está supeditado a su patria y sólo luchar por el bien de la patria puede traducirse en el bien del ciudadano. Del mismo modo, la democracia representativa bebe de este principio: los cargos electos ocupan una posición superior porque son la representación material del colectivo y, por tanto, sólo lo que ellos decidan puede traducirse en el bienestar general.

Las conclusiones que podemos sacar tras toda esta disertación son obvias: el ser humano actúa movido por el propio beneficio y, tanto en cuanto el beneficio ajeno influye en él, por el de los demás; partiendo de esta base los individuos son iguales entre sí y se perciben como tal, por lo que sólo la inclusión de una entidad superior al individuo puede someter la razón primera de sus actos.

Sólo la destrucción de toda institución, material y moral, que sitúe una existencia sobre otra nos liberará del condicionamiento de nuestros actos.

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