10/8/20

Masculinidad tóxica, reproducida entre hombres, rebotando en las mujeres

Cuando se habla de masculinidad tóxica a menudo se piensa, directamente, en la forma que tenemos los hombres de relacionarnos con las mujeres en base a nuestra educación y en contraste con la “feminidad” de ellas. Sin embargo, lo verdaderamente relevante de la masculinidad toxica se encuentra en la relación del hombre consigo mismo y con los demás hombres, siendo derivadas de esto aquellas actitudes y comportamientos que dañan directamente a las mujeres. Por eso mismo este texto apenas va a estar enfocado a la relación hombre-mujer, si no a cómo se alimenta la masculinidad tóxica (o masculinidad a secas, pues en sí es un concepto problemático) en las relaciones entre hombres, yendo a la raíz de los problemas asociados a ésta. 

El primer caso que se nos suele venir a la mente es la idea de que los hombres no podemos tener o mostrar emociones, al menos no emociones “negativas” que denoten debilidad. Esto incluye desde cosas tan obvias como llorar a cosas menos evidentes como ser herméticos o no demostrar cariño ni apego en las relaciones sexo-afectivas. Todo ello se alimenta de la falsa dicotomía razón-emoción, otorgando la primera a los hombres y la segunda a las mujeres, considerando ésta última una debilidad. De tal forma, un hombre que llora puede ser considerado “nenaza”, un hombre muy emotivo será tachado de “marica” (esto, a parte de homófobo, no deja de ser misoginia por asociar homosexualidad con femenino y verlo como algo negativo) y uno que sea atento y cuidadoso con su pareja recibirá el nombre de “calzonazos” o “huevón”. Es por este motivo, por el posible escarnio social, que muchos hombres se comportan de manera muy diferente con las mujeres cuando están solos que cuando hay más hombres presentes. 

Por otro lado, la represión continuada de emociones y sentimientos tiene varias consecuencias: en primer lugar las amistades entre hombres suelen tener muchas barreras a la hora de sincerarse sobre lo que sentimos o padecemos; en segundo lugar, las relaciones con mujeres en muchas ocasiones no llegan a ser verdaderas amistades por considerar que abrirnos a ellas es mostrar debilidad; y en último lugar, las relaciones de pareja suelen derivar en una dependencia enorme al encontrar en la otra persona un nicho en el que mostrarnos vulnerables, cargando sobre la mujer todo el peso de nuestras carencias, traumas y problemáticas sin mostrar apenas empatía. 

Un segundo caso es la hipersexualidad, que parece ser inherente al concepto de hombre. Todo hombre que se precie debe querer, buscar y estar siempre dispuesto a tener sexo todas las veces que haga falta. O al menos aparentarlo. Es por ello que se genera una necesidad de autoreafirmarnos mediante el sexo, ya que sin él un hombre no puede ser hombre. Esto se traduce en numerosos comportamientos dentro de los grupos masculinos: comentarios misóginos sexualizando a cualquier mujer, competitividad (aunque de esto hablaré más adelante de forma general) por ver quién folla más y mejor, fomento del acoso para conseguir lo anterior, escarnio por no mostrar interés sexual, etc. 

El conjunto de estos comportamientos colectivos genera hombres que no ven en las mujeres más que un trofeo del que fardar y que ven el sexo como una herramienta social y no como una relación entre iguales. Esto deriva en otra cosa más: lo importante del sexo no es el placer, si no el mismo hecho de follar. No hay preocupación por el disfrute de la otra persona y, en ocasiones, ni siquiera del propio. Cantidad sobre calidad. Porque, si no hay calidad real de la que presumir, se inventa, ya que lo importante es lo que se muestra a los demás, no lo que se hace. 

¿Cómo afecta esto en el trato a las mujeres? A sumar a lo dicho sobre no preocuparse por su placer, la necesidad masculina de aceptación y alabanza en el sexo ha empujado a las mujeres a fingirlo hasta niveles insospechados para no disgustarnos/contrariarnos. Esto queda en evidencia cuando muchos hombres, ante la pregunta de qué tal follan, respondemos “nunca se me han quejado”, pero resulta que prácticamente ninguna de las mujeres con las que hemos compartido cama han quedado realmente complacidas. En la más grave consecuencia de esto, y relacionada con otros aspectos de la masculinidad, nos encontramos con las violaciones, en las que los hombres, sabedores de nuestra potestad de coger lo que queremos, lo tomamos a la fuerza o utilizamos el sexo como método de castigo, represión y reafirmación de nuestra superioridad. Y, aunque la mayor parte de las violaciones sean de hombre a mujer, no podemos ignorar que también se utiliza el sexo de esa manera entre nosotros para someter y castigar. 

Para terminar este punto y en relación a lo último, me parece relevante mencionar que el haber asociado al hombre con la hipersexualización ha impedido que se considere siquiera la posibilidad de que una mujer abuse de un hombre, siendo ninguneados, despreciados y ridiculizados los testimonios y denuncias de estos casos. “Es un hombre ¿cómo no va a querer follar?”. 

En tercer lugar, como dije antes, hablaré de la competitividad. En este caso hemos de sumar la competitividad que fomenta el Capitalismo entre todas las personas (lucha por un puesto de trabajo, por una plaza, por un premio, por otra persona) y la continua competición en la que estamos sumidos los hombres de forma concreta. Desde que nacemos se nos educa en una posición superior a la de la mujer, pero también en la necesidad de situarnos por encima del resto de hombres, de destacar y ser mejores que ellos. Siempre tenemos que saber más, hacer las cosas mejor y resolver los problemas más rápido que cualquier otra persona, porque sólo estando por encima de los demás podemos ser realmente dominantes. Es por ello que los hombres tendemos a convertir todo en una competición, implícita o explícita, en la que queremos quedar por encima. Esto lo hacemos a todos los niveles: empezando por las conversaciones, siguiendo con cualquier tipo de juego y acabando en la conquista de puestos de trabajo, de responsabilidad y, cómo no, de las mujeres. Siempre hay que ganar, ser mejor que los demás, denigrar a quien consideras por debajo. 

Y entrando en el caso de “conquistar” mujeres, no puede faltar el despliegue de logros y anécdotas (reales o ficticias) para impresionar y seducir, así como la degradación y los ataques a otros hombres que podamos considerar “competencia”. De hecho, en muchas ocasiones esto nos lleva a, en caso de ser rechazados o dejados, negar que haya ocurrido así para asegurar que hemos sido nosotros quienes han tomado la decisión, intentando mantener la superioridad y no ser percibidos como débiles. 

En relación a las mujeres, les afecta de diversas formas: reducirlas a un mero trofeo que conseguir antes que los demás y/o que lucir para aumentar nuestra reputación; obligarlas a cumplir con unas expectativas físicas que las hagan “dignas” de ser elegidas y mostradas, ningunearlas y anularlas en todo tipo de relaciones al despreciar sus argumentos, sus ideas y sus capacidades, en un intento por situarnos siempre por encima de ellas; y el uso de todo tipo de métodos, de mayor o menor agresividad, para dejar patente nuestra superioridad y dominio. Ocultar nuestro miedo a ser superados provocando en ellas el miedo a expresarse libremente. 

En relación a esto último tenemos el siguiente punto: la agresividad y la fuerza. Es obvio que la agresividad no es algo exclusivo de los hombres, pero nosotros tenemos una tendencia mucho mayor a utilizarla ante conflictos, dificultades o cualquier tipo de problemas, en parte motivado por la permanente represión emocional que nos provocamos. Y no sólo hablo de violencia física, también existe la violencia verbal y la violencia psicológica (como la mencionada en el punto anterior). Además, utilizamos la violencia para marcar nuestro estatus, ya que con ella pretendemos demostrar ser los más fuertes, estar por encima. Esto queda bastante patente cuando, en ocasiones donde usaríamos la violencia física con un hombre, descartamos utilizar la fuerza porque el contrincante es una mujer, a la que consideramos inferior y, por tanto, el enfrentamiento sería “injusto” y desigual. No hay recompensa en agredir a una mujer salvo que se haga para dejar patente que estamos por encima de ellas cuando desafíen nuestra autoridad, tanto en público como en privado. 

La relación del hombre con la violencia y la necesidad de fuerza para ejercerla viene arrastrada desde muchos siglos atrás, considerando al hombre el único responsable de mantener (duros y/o peligrosos trabajos), proteger (guerra, guardias, etc) y educar (castigo corrector a mujer e hijos) a la familia. Por eso, aunque hoy una mujer es capaz de cuidar de sí misma y de una familia, el hombre ha desarrollado nuevos métodos para seguir mostrándose fuerte mediante la violencia: bromas o bailes violentos, peleas, exclusión y rechazo a mujeres en deportes, hobbies y trabajos históricamente masculinos para mantener esa exclusividad, etc. Y todo este fomento de la violencia como seña de identidad masculina nos lleva a utilizarla de forma inconsciente, normalizarla, en situaciones que no la requieren en absoluto: enfados y frustraciones (puñetazos a lo que nos rodea, p.ej) pero también momentos de distensión (forcejeos y peleas de jajas). 

Pasamos a otro aspecto de la masculinidad tóxica: la estética poderosa y masculina. Al igual que hemos visto que nuestros actos pueden ser tachados de “acercarse” a la feminidad, desde hace mucho tiempo hemos juzgado a otros hombres en función de su apariencia y lo que ésta se correspondiese con cómo debe ser un hombre, o más bien con que no se corresponda con “lo femenino”. Prendas de ropa, colores, peinados, vello corporal, tamaño, musculatura, gestos y hasta tono de voz. Si bien con los años algunas de estas cosas se han ido suavizando (hombres con ropa ceñida, de color rosa o sin vello corporal), en muchas ocasiones se han visto reemplazadas por otras más sutiles (los vestidos y faldas siguen siendo sólo de mujeres, no llevar ropa con animalitos o flores, mantener la barba como signo de masculinidad). 

A su vez, la imagen de hombre ideal que proyectamos sobre nosotros mismos es la de un hombre musculoso (músculo=fuerza) y de grandes atributos sexuales (polla más grande=potencia sexual), cuya masculinidad no pueda ser cuestionada de manera alguna. De tal forma, los rasgos alejados de este ideal son denostados y, en muchas ocasiones, asociados a la feminidad de forma negativa, convirtiéndolos en indeseables. Ello provoca que basemos nuestro valor en la apariencia física por encima de cualquier otro aspecto, ya que nuestra forma de pensar y nula gestión emocional está considerada estándar y, por tanto, no tienen que ser cuidadas de cara a las relaciones interpersonales. Ponemos la guinda al pastel con la competitividad, que nos lleva a mostrar de forma exagerada, y en muchas ocasiones inapropiada, nuestros atributos físicos para colocarnos por encima de otros y llamar la atención. 

En resumen, terminamos pensando que con ser guapos, grandes y fuertes cualquier mujer va a querer estar con nosotros sin importar cómo la tratemos o cómo sea nuestra relación, ya que la carga emocional y afectiva siempre la hemos derivado a ellas. Es por ello que, cuando una mujer nos deja o nos rechaza, la culpabilizamos y denigramos por ser incapaces de ver más allá y comprender cuánto de nuestra problemática gestión de la vida ha dañado la relación (y a ella). 

Llega un punto que bebe mucho de los anteriores: la heterosexualidad. Habréis notado que, por lo general, estoy hablando de relaciones sexo-afectivas heterosexuales y no es mera casualidad. Dentro de la masculinidad tóxica existe una regla no escrita y es que todo lo que se acerque a lo femenino es menos masculino. Esto significa que los homosexuales, por ejemplo, son considerados menos hombres que los heterosexuales, más o menos en función de lo que su apariencia y actos sean asociados a la feminidad. 

¿Significa esto que en las relaciones sexo-afectivas entre hombres no hay masculinidad tóxica? En absoluto, pero las dinámicas que se reproducen tienden a ser diferentes a las relaciones heterosexuales, incluso cuando se genera cierto rol hombre-mujer dentro de ellas. Sin embargo, al estar construida la masculinidad con la feminidad presente como contraste y como logro, la heterosexualidad se convierte en una imposición para los hombres, ya que muchos de sus actos y pensamientos tienen que estar dirigidos a la conquista y la dominación de las mujeres. Así se reprimen las sexualidades alternativas, ya que el estatus y el valor del hombre depende en gran medida de su heterosexualidad y lo evidente que ésta sea (o se aparente, claro). 

Quizás la piedra angular de la masculinidad sea el egocentrismo, la individualidad o como queráis llamarlo. El caso es que tendemos a pensar que somos el centro del mundo, algo lógico cuando hemos construido el mundo a nuestro alrededor sin tener en cuenta lo demás. Todo lo que existe está asentado sobre la base de que el hombre es lo estándar y la mujer es lo otro, hablando a gran escala. A pequeña escala, y al no afectarnos apenas las opresiones estructurales, tendemos a centrar las problemáticas en nosotros y nuestra percepción, incapaces de ver las cosas desde una perspectiva general. Esto nos lleva a pensar que, lo que no nos afecta o no percibimos, no existe, es una deformación o una mentira. 

Quizás el ejemplo más claro sea el famoso “not all men”, por el cual pretendemos convertir en regla general la experiencia individual, en vez de mirar más allá de nuestra experiencia para entender el problema colectivo. Esta incapacidad para sacar la cabeza del culo afecta a prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, como hemos dicho: si no lo veo no existe, si a mí no me afecta cómo va a pasar, si yo disfruto ella también ha disfrutado, si yo creo que hago las cosas bien por qué ella no lo ve, si yo creo que esto es normal o está justificado es que lo es y lo está… incluso el conocido “manspreding” en los medios de transporte proviene de esta idea de que nosotros somos y el mundo tiene que adaptarse, y no al revés. 

En otras palabras: tendemos a explicar el mundo en base a nuestra percepción, haciendo muy difícil que contemplemos alternativas o que generemos empatía por quienes no somos nosotros. Y, cuando nuestra percepción choca con la de otro igual (otro hombre), entran en juego la competitividad y la violencia, hasta que uno de los dos queda por encima. 

Todo esto puede generar en nosotros una continua sensación de impotencia por no cumplir con las expectativas que nos hemos auto-impuesto, por estar siempre lejos de la imagen de lo ideal que hemos proyectado sobre nosotros mismos. Nos forzamos a hacer todo tipo de cosas sin saber realmente si queremos hacerlas, tratando de cumplir con el rol que hemos creado y sin responsabilizarnos de las consecuencias de ello, pagándolo con las mujeres. 

Es por ello de importancia recalcar que, si queremos solucionar de verdad las problemáticas relacionadas con ellas (maltrato, cosificación, acoso, violaciones), primero hemos de modificar la percepción que tenemos de nosotros mismos y del mundo. Podemos tener muy asumido lo malo que es violar, lo terrible que es maltratar, lo mal que está cosificar y acosar, pero serán actos que mantendremos como colectivo mientras, en lo individual, no erradiquemos la idea de que tenemos que ser sexuales, violentos, viriles, fuertes y, en definitiva, masculinos para ser hombres, para ser. 

Hasta que no se elimine el concepto de masculinidad (y el de feminidad) continuaremos perpetuando un sistema de relaciones desigual y dañino para las mujeres.

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