19/8/20

Guerra, patria y clases

Antes de comenzar con el tema principal que tratará el texto, creo necesario aclarar dos conceptos que utilizaré varias veces a lo largo del mismo. Por un lado, tenemos la democracia, palabra que utilizaré para referirme a una sociedad igualitaria, es decir, exenta de clases sociales, por lo que no debe ser relacionada con las democracias representativas que conocemos. Por otro lado, destacar que cualquier otro sistema social es contrario a la democracia real, por tanto es indiferente, con ciertos matices, que hablemos de monarquía, oligarquía aristócrata o democracia parlamentaria, pues en todos ellos existen clases diferenciadas que engendran desigualdad.

Dicho esto, el texto se centrará en la relación intrínseca existente entre la sociedad de clases, en todas sus formas, y la guerra, pues sólo un sistema asentado en la desigualdad podría sacar beneficio alguno del conflicto bélico.

¿Qué motivos podrían llevar a la guerra a una sociedad en la que ni los individuos ni los grupos de los mismos quisieran acumular privilegios a costa de sus semejantes?

Un pueblo organizado en democracia vería satisfechas todas sus necesidades, pues éstas se habrían cubierto a través de los medios empleados para alcanzar dicha igualdad. No puede existir igualdad real mientras existan necesidades.

Por tanto, y llegados a ese punto ¿por qué querría conseguir mayor territorio o riqueza dicha sociedad? El valor de estos se perdería en el mismo momento que se consiguiesen, pues pasarían a ser un bien común y no beneficiarían a nadie, pues nadie puede cultivar más tierra que la que ya cultive sin explotar a otro para hacerlo y el dinero tan solo es un símbolo del valor, pero no tiene valor por si mismo. Si cada miembro de la sociedad consiguiera el doble de dinero, de alimento y de otros bienes, dichos bienes doblarían su valor y, por tanto, la situación de cada individuo sería exactamente la misma que antes.

La guerra no puede beneficiar de ninguna manera a una sociedad de iguales, tan sólo es una herramienta útil para aquellas sociedades donde la gran mayoría es utilizada por una minoría poderosa, pues únicamente de esa manera podrían acumularse los bienes conseguidos del conflicto en las manos de algún individuo.

Sin embargo, todos aquellos sistemas contrarios a la democracia tenderán de forma irrevocable a la guerra, ya que es mediante el uso de la fuerza como son capaces de mantenerse.

Una de las herramientas más útiles para empujar a una sociedad al conflicto bélico es el patriotismo, un sentimiento artificial hacia un ente colectivo inexistente.

Los Estados buscan que la existencia del individuo se diluya entre esta colectividad, trasladando su deseo de bienestar al deseo de gloria de la patria, aunque tenga que verse sacrificado. El individuo es tan sólo parte de algo mucho más grande cuyo valor se mide en la función que desempeñe. Las necesidades del individuo pasan a ser las de la patria, teóricamente colectivas, y éstas sólo se ven cubiertas en casos aislados, coincidentes por casualidad con aquellos que propugnan su grandeza.

La patria, que fue anunciada como la representación de un pueblo, termina anulando a este y representando a una pequeña parte que asciende sobre los caídos.

Y es que la sociedad, como ente intangible que es, no puede ser el centro de los esfuerzos, si no que debemos utilizar todos los medios para beneficiar al individuo en sus diversas formas, pues las sociedades no fueron creadas para ganar gloria, si no para dar beneficio a cada individuo que las integra.

La patria es una ilusión creada para someter al individuo, arrebatándole su valor como tal y convirtiéndolo en instrumento, a un organismo abstracto que sólo beneficia a unos pocos.

No obstante, no todo lo que se ha defendido como patriotismo ha de ser rechazado por ello, pues existen en él características valiosas que se desvían hacia resultados más egoístas.

Lo que debe hacerse es reemplazar el concepto de patria por otro de naturaleza más benévola, como la igualdad o la libertad, pasando los individuos a compartir, ahora sí, un fin real: la igualdad entre todos dará como resultado la libertad de cada uno.

Un individuo ajeno a la manipulación, o al menos lo suficientemente alejado como para no estar cegado por ella, jamás dejará de ser partidario de la libertad y la igualdad, pues no puede mirar para otro lado cuando está en juego la de sus allegados o la suya propia.

Por tanto, su propósito pasa a ser una causa justa y no una nación o un Estado. Si algo debiera llamarse patria sería aquel lugar donde hubiera individuos capaces de comprender la justicia y contribuir en la difusión de la misma, cuyo fin sea servir a la igualdad humana. No deberán buscar en ningún lugar beneficio mayor que la justicia.

Pero hablemos de qué es la guerra o, más bien, por qué surge, qué la motiva.

Los Estados surgieron con la idea de controlar la tendencia al mal del ser humano, buscando evitar que la justicia fuese corrompida por individuos egoístas que la usasen en propio beneficio. Paradójicamente fueron los propios Estados los que corrompieron la justicia para mantener su aparente posición arbitral.

Sin embargo, al hacerse el conflicto internacional, desaparece la figura de árbitro al no existir un meta-estado que medie sobre todas las fronteras. Ante esa situación surge la guerra, buscando resolver cualquier controversia sin depender del raciocinio o la justicia, derivando únicamente del éxito que pudiera alcanzar cada bando en el conflicto mediante la destrucción y el asesinato. Y a ese tablero fueron llevados los pueblos, inducidos a matarse por la gloria de la patria, engañados al pensar que podrían obtener algún beneficio individual de todo aquello.

De esta forma la guerra se convirtió en oficio: una minoría del país paga al pueblo para que mate o sea matado, permitiendo así que se olviden los riesgos derivados de la guerra, pues las pérdidas son aceptables y están justificadas por el bien común de la patria. De tal forma, las mayores trivialidades o los impulsos más irreflexivos han valido para comenzar los conflictos.

Las guerras pudieron perder su significado, pudieron obviar sus objetivos, pero no dejaron atrás el horror que generan: hombres, ya que uno de los papeles del hombre obrero siempre ha sido el de soldado, que se aniquilan entre sí, sin conocerse ni tener nada en contra unos de otros; ciudades destruidas por completo, puertos inutilizados, campos arrasados; mujeres y niños expuestos a las mayores atrocidades, arrebatándoles hasta el último atisbo de libertad.

Y todo ello, que pervierte por completo los conceptos morales de justicia que hasta entonces existían, se financia con ingentes cantidades de dinero, arrancado del pueblo en forma de impuestos y tasas que no tienen otro fin que el de alimentar las llamas de la guerra, adornado con la excusa de proteger sus bienes, los bienes de la patria.


Las excusas empleadas para comenzar y justificar las guerras son muchas, aunque ninguna es válida: el pueblo no ganará en sabiduría o virtud por destruir y asesinar, las afrentas del exterior no se resolverán mediante las armas. Si la nación vecina se arma, armar la propia nación no hará si no duplicar el peligro de que el conflicto estalle.

No obstante, esto no significa que el pueblo no deba defender su libertad y su sentido de la justicia si éstas se ven amenazadas, pero sólo debe hacerlo en situaciones definitivas, jamás debe ser considerado aceptable el ataque preventivo o las movilizaciones provocativas.

No es válido el razonamiento de que ceder puede invitar al otro a aumentar sus exigencias, pues con ello se dan por supuestos caminos que no se pueden conocer, siendo sustituidos por otro único que lleva hasta el desastre.

Si llegáramos a analizar un pueblo cuya igualdad y justicia hayan sido plenamente alcanzadas, probablemente veríamos que no está dispuesto a luchar por cuestiones nimias, al que las razones políticas le serían indiferentes, sin significar eso que no pueda pasar a la acción cuando sea imprescindible, ya que es más que evidente su oposición a que la justicia dé paso a la ruina mediante la violencia.

Recuperando lo anteriormente dicho sobre la patria y la sustitución del individuo por ésta, vemos utilizar a menudo, como justificación a la guerra, las afrentas al honor nacional.
Es innegable que una de las más comunes razones para iniciar un conflicto entre dos individuos es un ataque a la reputación o la dignidad del otro (no entraré ahora a ponderar si la respuesta es discutible o no), por lo que los Estados han extrapolado este hecho para crear la posibilidad de que la patria pueda ser herida en su honor o su dignidad, como si de un ser humano se tratase. Esto, además, vincula aún más al individuo con la patria, pues ve en ésta un reflejo de sí mismo y sus emociones, generando una empatía hacia algo que no puede percibir.

La realidad es que, si bien es fácil que una persona sea calumniada hasta que su entorno social la rechace, es muy difícil que una nación sufra el mismo destino, ya que los hechos históricos y sus consecuencias son tangibles y, en mayor o menor medida, demostrables, por lo que su historia o su legado no pueden ser suprimidas o manipuladas con facilidad. Es necesaria una prolongada y constante campaña calumniadora para deformar la realidad histórica de una nación que siga en pie para defenderla. Sin embargo, es la propia devastación de la guerra la que debilita lo suficiente a los pueblos como para que su historia pueda ser alterada, convirtiendo el conflicto bélico en una herramienta contraproducente.

El único motivo justo para ir a la guerra pierde toda aceptabilidad al ser siempre tergiversado por intereses individuales que poco o nada benefician al pueblo en su conjunto.

Este motivo no es otro que la defensa de la libertad, tanto propia como ajena. Y a él se ha aferrado la lógica soberana de reyes, emperadores, parlamentos y congresos.

Uno de los principios de esta idea es que ningún pueblo, como tampoco ningún individuo, ha de poseer un bien mientras no comprenda el valor del mismo ni desee conservarlo. De esta forma, sería absurdo intentar imponer la libertad a un pueblo mediante la fuerza. Sin embargo, si el pueblo anhela esa libertad, es deber de cualquier individuo que se considere justo el ayudarle a conseguirla.

Es aquí donde entra la instrumentalización de esta máxima por parte de los Estados, que se erigen como liberadores y generan un falso deber, justificando así su intervención en los asuntos y territorios de otros Estados, cuya libertad ponen en duda (con mayor o menor acierto).

Por ello siempre ha existido una gran objeción a que un pueblo interfiera de manera alguna en las cuestiones internas de otro, motivada por la déspota deformación de esta voluntad liberadora.

No obstante, no debemos apoyar esta postura por mucho que estemos en contra de la invasión de un Estado a otro, ya que hemos de pensar en la relación entre los pueblos, ajena a la realidad de patrias y Estados. La misma motivación que empuje a un individuo a luchar por la libertad en su propia nación debe servir para inducirle a defender la libertad de cualquier otro pueblo o individuo dentro de los límites que la realidad material imponga. Esto implica ignorar fronteras o cualquier barrera ficticia creada por los Estados para dividir al pueblo en patrias, pues la moral que debe dirigir la conducta de los individuos y los pueblos ha de ser la misma, rechazando cualquier alternativa adulterada por el Estado.

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